“Piedad” por Daniel E. de San Martin

“Piedad” por Daniel E. de San Martin

Iba caminando por José Ingenieros, esa Inglaterra agreste de Remedios de Escalada que el ferrocarril nos dejó. Estaba alegre. No sé el motivo, ya que hacía poco mi mujer había tomado la decisión de dar por finalizado nuestro matrimonio. Después de algunos meses de: “no sé lo que me pasa”, bastó que yo diga: “¿Es conmigo? ¿Ya no me querés?”, para verla presurosa por darme la razón. “Hiciste las valijas un día, nena, y te mandaste a mudar”, dice un tema de Memphis. Pero yo no estaba alegre por eso, más bien todo lo contrario. Tal vez se debía al poder estimulante de la anchura de la calle y al alto de los árboles, al empedrado y al sol suave de marzo o, simplemente, a que estaba muy cansado de llorar y tenía que tomarme un recreo. No importa; el asunto es que en dirección contraria a mí venía la adolescente más gorda que vi en mi vida. Caminaba, a pesar de eso; y no era fea, descontando su gordura. Cuando me la crucé no pude evitar decirle algo:

—¡Con qué gusto me agarraría de toda esa carne, gorda hermosa!

—¿En serio? —me contestó al tiempo que se detenía.

Sentí una mezcla de vergüenza y cosa divertida. Vergüenza porque era incapaz de cumplir con lo que había dicho, y normalmente trato de no andar hablando de más; pero era tan simpática ella y tan extraña para mí la situación, que a pesar del desconcierto me sentí a gusto; mi alegría, ahora, tenía apoyo en lo que estaba sucediendo.

—Bueno, sí, en serio —le dije—, pero no era yo el que hablaba.

Hizo un gesto de decepción y retomó su elefantino andar. Me puse a caminar a la par suya y seguí hablándole:

—¿Cómo te llamás?

—Lorena —contestó con desgano.

—Bueno, Lorena, te hablo en serio; quiero decir, cuando dije eso de agarrarme.

—No me cargués, flaco, ya estoy cansada de cargadas.

—No, no es cargada. Dejame explicarte. A mí no me gustan las chicas gorditas…

—Yo soy algo más que gordita —me interrumpió.

—Claro, sí, ya veo. De gorditas para arriba a mí no me gustan. ¿Está bien así?

—¿Y entonces?

—Bueno, lo que pasa es que cuando te dije eso yo me había puesto en el lugar de un amigo mío. A él sí le gustan las chicas gorditas…

—Gordas —aclaró, algo ofuscada.

—Bueno: gordas, gordas también le gustan. Entonces yo te vi… sentí que si era él el que te estaba viendo hubiese sentido ganas de agarrarte toda y comerte a besos.

—¿Nada más? —preguntó, esta vez en tono divertido.

Me sorprendió. Quedé un instante turbado y terminamos riéndonos los dos juntos.

Después de hablar un rato más con Lorena y de contestarle algunas preguntas sobre mi amigo, fui inmediatamente a lo de Fidel, que era el semental en cuestión.

—¡Fidel —le dije—, tengo una mina para vos! ¡Todo listo, loco: es verla y ponérsela!

Fidel se quedó pensativo, tratando de entender en dónde cerraba el asunto.

—¡No decís nada! —le protesté.

—¿Quién es? —preguntó.

—No la conocés.

—Y ella qué, ¿me conoce?

—No.

—Entonces —me miró desconfiado—, ¿por qué no se la ponés vos?

—¡Y quién te dijo que no lo hizo conmigo!

No lo convencí.

—Nadie —me contestó—, así que mejor te lo pregunto: ¿te acostaste con la flaca?

Me hizo gracia que la llame así.

—No, Fidel, yo no me acosté porque… vos sabés, recién me separo, estoy más asexuado que un repollo: no quiero andar pasando vergüenza. Ya viste lo que me pasó con Romina, que debe ser la mina más impresionante del planeta.

Romina era una… diosa sería la palabra más ajustada. No hubiese exagerado si decía “la diosa más impresionante del Olimpo”. Tras mirarla desde mi lejanía de mortal durante mucho tiempo, tomé la decisión de subir a buscarla cuando me encontré solo. En primera instancia, tuve suerte, ya que llegamos a estar desnudos al mismo tiempo sobre la misma sábana, pero mis genitales sufrieron un ataque de ateísmo agudo justamente en el momento más inadecuado.

—¿Y esta cómo es? —empezó a interesarse.

—Bueno: linda, simpática… ¡mucho no la conozco!

—¿Y de cuerpo?

—De cuerpo… es un poco gordita, unos kilitos de más. ¡Ves: debe ser por eso que no me interesó demasiado! Ya sabés que soy un poco prejuicioso con ese tema.

—¿Cuántos años tiene?

—Diecisiete.

Al turro le brillaron los ojos.

—Mirá —me dijo—, me suena todo medio raro, pero dale: ¿cómo hay que hacer?

Según yo venía coordinando las cosas, Lorena me iba a llamar a casa esa misma noche. Llamó y le conté que ya estaba todo arreglado. Tenía que ser a la tarde del día siguiente (después de que Fidel salía del laburo y antes de que tenga que ir a buscar a los pibes, ya que ese fin de semana le tocaba tenerlos con él). Nos quedamos hablando por teléfono por más de una hora; la pendeja era muy agradable así, fibra óptica de por medio. En esa charla me dijo que prefería que en el momento del encuentro estemos los tres. Además hablamos de mi separación de Mónica y de cómo me sentía y todo eso.

Ese viernes, a las 16 horas en punto, estábamos sentados con Fidel en el bar convenido. Me empezó a hacer más preguntas sobre Lorena.

—Vos dijiste gordita, ¿cuánto de gordita?

—Fidel, durante seis años te cogiste siempre a la madre de tus hijos, ¿o no?

—Sí…

—Y bueno —continué enseguida—: te aseguro que más que Concepción no pesa.

Pensó un instante y trató de vulnerar mi lógica:

—¿Y vos sabés cuánto pesaba Concepción? —me preguntó.

La imagen de Lorena rozando el marco de la puerta con sus costados hizo que no tenga que responder a esa prueba.

—Ahí está —dije.

Traté de analizar qué le pareció escrutando en la cara de mi amigo, pero nunca lo vi tan inexpresivo. Los presenté, conversamos un rato, y avisé que me iba. Según lo acordado, desde ahí ellos iban a ir a la casa de Fidel: si su cama había aguantado a Concepción también iba a aguantar a Lorena. Pero, al pararme, ella me agarró del brazo y me dijo:

—No, quedate; o acompañanos.

Me quedé mirándola dubitativo, y le escuché decir a Fidel:

—Dale, loco, venite a casa y tomamos unos mates juntos.

Ahí sospeché que él no se había entusiasmado demasiado con el cuerpo de Lorena, y además noté que ella estaba asustada. Fuimos los tres.

Cuando llegamos Fidel comenzó a preparar el mate y ella quiso ir al baño.

—¿Y, Fidel —le pregunté cuando estuvimos solos—: te gustó?

—No, para nada.

—¿Por qué? ¡Ahora no te vas a echar atrás! Le romperías el corazón, la pobrecita está muy acomplejada, es un favor que le vas a hacer…

—Pará. Yo no dije que me iba a echar atrás. No sé. El problema es que no me gusta.

—¡Y por qué no te gusta! Si Concepción…

—Concepción es diferente: Concepción es gorda, pero tiene algo de forma, tiene esa forma de guitarra…

Lo miré incrédulo.

—¡Bueno —dijo—, de violoncelo! ¡O de contrabajo, si querés, pero tiene forma! En cambio esta chica… parece un trompito, es más ancha donde tiene que ser más angosta.

—Te desconozco: fijándote en detalles físicos y no en lo macanuda y simpática que es. Además es virgen, Fidel: ¿eso no te entusiasma un poquito? ¡No hay nada de lo que te puedas contagiar! Y es un bien que hacés por el prójimo…

Me interrumpí cuando Lorena abrió la puerta. Faltaban dos horas para que Fidel tenga que salir.

—Ahora sí —dije después de unas vueltas de mate y música—, me voy, que ustedes tienen su historia y yo no tengo nada que ver.

Pero sucedió como en el bar. Mi intención de irme los decidió a continuar con el cronograma, pero insistieron para que yo me quede en la cocina. Levanté un poco el volumen del grabador para no escuchar lo que estuviera pasando en la pieza; más que nada para que ellos sepan que no los iba a escuchar.

Calculo que pasaron quince o veinte minutos hasta que Fidel se apareció en la cocina. Se estaba terminando de poner la remera, y tenía la cara más seria que nunca le vi.

—¿Cómo fue? —le pregunté.

—Nada fue —contestó conteniendo enojo—. No pasó nada, no pude.

Me dio un poco de risa; estaba así de enojado porque realmente era la primera vez que le pasaba. No quiero decir que nunca haya tenido problemas sexuales, pero cuando fue así no se le manifestaron de esa forma. Lo de él siempre había sido una erección segura… hasta aquella vez.

—Y bueno —traté de consolarlo—, es una experiencia buena de tener.

Me miró con cara de mejor no te escuché y, antes de lo que correspondía, salió diciendo:

—Me voy a buscar a los chicos.

Y me dejó en su casa, sin ninguna indicación sobre lo que yo tendría que hacer en caso de querer irme. No terminé de reaccionar sobre esto cuando se escuchó el llamado de Lorena:

—¡Javier!

Apagué la música y fui. Estaba desnuda en la cama. Era todo un desborde de rollos, como los pétalos de un clavel animal.

—Vení —me dijo.

Tenía la cara empapada de lágrimas. Me conmovió, sentí mucha pena y culpa. Traté de secarle las lágrimas con el dorso de mi mano, y ella repetía:

—Javier… Javier…

En las penumbras del cuarto, ese eco repitiendo mi nombre sonaba exactamente igual a como me sonó durante tantos años.

—Javier… Javier… —repetía Mónica, abrazada y mirándome a los ojos.

Eso significaba: “Te necesito, te necesito”. Pero ahora era yo el que la necesitaba a ella: todos los días moría por necesitarla y no tenerla.

Y de pronto entendí que la persona que tenía adelante quería solamente un ratito de mí, un corto rato que le haga creer que algún día iba a haber un hombre para ella, que iba a llegar el momento en el que le pueda dar con un palo en la cabeza a esa soledad puta, y que también para ella el amor iba a ser como el sol de marzo colándose entre los álamos de José Ingenieros.

Sentí piedad de mí. Quise crearme una promesa, para llevármela, y me pregunté: “¿Por qué no?”.

Me desvestí.

Y lo que no pudo Romina

lo pudieron mis ganas de hacer justicia.

Y lo que no pudo Fidel

lo pude yo.