“Azul, verde, rojo” por Analia Bozzalla

“Azul, verde, rojo” por Analia Bozzalla

Por Analía Bozzalla.

Lo armó como si nunca hubiera tenido uno. Se sentó en el piso, despegó todas sus partes, sin mirar las formas terminadas, para no hacer trampa, y sintió la emoción de jugar. Ni siquiera conocía el nombre del dibujito animado, que había destruido para volver a crearlo, Nacho miraba tantos por televisión, que cuando lo acompañaba, en ese momento impostergable, terminaba confundido, y hasta con dolor de cabeza. De vez en cuando Nacho se acercaba para darle alguna pieza, y aunque ninguna coincidía, se reía, y saltaba y gritaba, los ojitos le brillaban, quizás, porque adivinaba ese momento de felicidad de su papá, provocado por un juguete suyo.

Cuando Celina los llamó a los dos, para que se sentaran a la mesa, volvió a sentir la angustia, propio del domingo nocturno. Era inevitable, el olor de los domingos le recordaba historias de amores inconclusos, olvidados. Y no entendía. Celina había sido su única novia, y siempre había estado junto a él, incondicional. Cuidándolo. Se habían casado después de un año de noviar sin contradicciones. Nacho había llegado demasiado pronto, pero su presencia les había cambiado la vida, se los veía más unidos, con más preocupaciones, con la aceptación obligada de una convivencia, que no tenía otro color, que el de un día de lluvia.

Apenas había podido saborear una rodaja de carne, que Celina había recalentado del día anterior. Estaba rica, pero se sentía inapetente. Armar el rompecabezas y pensar en el día siguiente lo habían agotado. Sabía que su primer día en la sucursal que la fábrica tenía en Adrogué alteraría la rutina de casi cuatro años. El traslado no había tenido explicaciones, tampoco él las había pedido, lo aceptó con una sumisión que daba lástima. Cuando Celina levantó la mesa, él desplegó la guía para armar su nuevo camino: un colectivo hasta Retiro y el tren hacia Adrogué; la fábrica estaba a siete cuadras de la estación, casi no valía la pena tomarse otro colectivo; la caminata lo aliviaría de un viaje muy largo. Salir una hora y media antes de lo habitual, lo privaría de presenciar el despertar de Nacho, el primer mate de Celina en la cama y el olor a tostadas con manteca.

Cuando llegó a la estación, la inmensidad del lugar, las voces superpuestas y la gente con rumbo seguro, lo había desorientado, se sentía sólo, extrañaba a Celina, a Nacho. Sacó boleto y subió. Hacía tanto que no viajaba en tren, que probó distintos lugares, distintos asientos- a esa hora, pocas eran las personas que viajaban al sur -, hasta que eligió uno doble, del lado izquierdo, de cualquier vagón, pegado a la ventana. Descubrió que le gustaba sentarse en los costados izquierdos, en el colectivo, en el cine, y en alguna salida esporádica al teatro. Desde ese lugar, que había elegido, miraba la gente, las casas, los descampados. Las pocas persianas entreabiertas dejaban salir hilitos de luz, los techos delataban condición social; recién en Lomas, se los veía cuidados, lujosos.

Después de una semana de una rutina aprendida, conocía la gente que estaba en cada estación. Suponía edades, profesiones, de vez en cuando descubría llegadas tarde. Cada día necesitaba verlos, confirmando el horario que provocaría su puntual ingreso a la fábrica.

Cómo no acordarse, había sido un martes en la estación Remedios Escalada. La chica que estaba siempre sentada en ese banco, que suponía frío, le había extendido la mano con una sonrisa, como saludándolo. Le pareció extraño, no pudo hacer nada, sólo mirarla mientras el tren empezaba a caminar despacito. Pensó que, quizás, no era él, a quien había dirigido su saludo, pero estaba solo en ese vagón, que en ese momento, le pareció irreconocible.

Esa tarde la pensó, la pensó azul, verde, a veces, rojo, pero no podía reproducir su rostro. La imaginaba tez mate, pelo largo, mirada triste. Apenas podía concentrarse en su trabajo, quería forzar el tiempo para no alterar los segundos que lo llevarían al día siguiente.

Repitió su prolija rutina con miedo a equivocarse. La volvió a pensar, ahora, con un dolorcito en el estómago, que le había puesto la piel blanca. Por un momento le pareció imposible, seguramente no lo había saludado a él, quizás lo había soñado, últimamente, soñaba demasiado, y eso, había escuchado, no era bueno.

Llegó otra vez, en otro día, en otro tren a la estación Remedios Escalada, y estaba ahí, parada en el andén, con un vestido maíz, bastante largo. Era espigada, brazos finitos, pelo largo. Era azul, verde, a veces rojo. Volvió a saludarlo, con más ternura, como si lo conociera, como si lo ansiara, como si alguna vez lo hubiera amado. El tren esta vez, se fue más rápido, casi ni se detuvo, apenas pudo contemplarla. Estaba perturbado, la idea de no saber quién era, y qué quería le había dado vuelta la vida. Igual imaginaba su mundo, sus días, sus colores preferidos, su casa.

Celina había notado algo raro en él, comía menos, se despertaba de noche, casi se había olvidado de jugar con Nacho a armar algún rompecabezas, casi se olvidaba de besarla, cuando llegaba de la fábrica, y se disculpaba con un tono de voz inventado para ella.

No entendía por qué estaba triste, si esto que le estaba pasando era lindo; que alguien lo saludara sin conocerlo, sólo significaba eso, y nada más. Sin embargo Celina no lo sabía ?si sólo era eso para qué contarlo?, pero lo hacía por él , y no para protegerla de un dolor absurdo.

Fueron varios días, siempre iguales, con ella en la estación, con la angustia del domingo nocturno, y con un azar, que no podía alterarse, ni siquiera con retrasos premeditados.

Ese día el tren arrancó sin su presencia en el andén. Le pareció extraño. Con un sentimiento forzado, tuvo el alivio de no vivir una historia distinta. Estaba demasiado asustado, pero en ese momento la extrañó, como cuando extrañaba a su papá, en algún domingo en la casa de los abuelos, en Ezeiza; todavía hoy seguía teniendo de vez en cuando esa angustia. De repente la vio venir, corriendo hacia su ventanilla, en ese instante le pareció una nena, pero era ella. Esta vez él le sonrió y llego a tocarle la mano, quiso que fuera caricia, pero todo había sido tan rápido, que apenas pudo sostener, un papelito arrugado y mojado por su transpiración, que había puesto en sus manos, ?me gusta mirarlo, mañana lo espero a las 7:00hs, aquí en el andén, sólo para conversar. Emilia?. Se había puesto pálido, la boca amarga y el sudor frío. Volvió a leer el papel, a mirar la letra, a olerlo. Intentó adivinar su procedencia; quería no pensar en nada. Quizás se habían confundido las letras. Hacía mucho que no escuchaba ese nombre, se acordó de una tía de su papá que se llamaba Emilse, pero no Emilia. Le dio ternura recibir ese montoncito de palabras, escritas con fibra verde (igual que las que usaba Nacho para el colegio), sobre papel blanco, casi tenía ganas de llorar. En ese momento sintió la necesidad de tener a su mamá, que había muerto cuando él tenía diecinueve años, se pensó chico, desprotegido. No quería volver a casa, no se animaba a inventar otro beso de amor para Celina.

Forzaba no imaginarse ningún encuentro, pero era inevitable no armar un plan (como los chicos) para el otro día con Emilia. Tendría que salir mucho antes, no podía llegar tarde al trabajo, perder el presentismo se traducía en una cifra importante en su salario. Qué cosas escucharía Celina, era demasiado buena para mentirle. Pero sería un solo día, nada más que una mañana de un solo día.

Creía que era jueves, pero en realidad era viernes, la semana se había pasado demasiado rápido, a pesar de sus intentos por estirarla. El colectivo. El tren hacia Adrogué. Bajó y todavía no eran las siete. Era Julio y la mañana tardaba. La niebla volvía encantador ese lugar, que hoy, tan temprano, tenía otro color. Ella estaba sentada. Tenía el mentón apoyado en sus rodillas, y las manos abrazándose las piernas, hacía mucho frío y se le notaba. Se miraron. Hablaron. El le contó de Nacho, ella que estaba sola, que estudiaba filosofía y que trabajaba de 10:00 a 18:00 en un bazar, calle Blanco Encalada Número 738, se lo anotó en un papelito, junto con su teléfono y se despidió de él con un beso en la boca. Tenía un gusto tan distinto al de Celina, como con sabor a menta, como si hubiera masticado una hoja de eucalipto, como las que había en la casa de los abuelos, en Ezeiza. Se acordó de su mamá, de su papá, de Nacho, de Celina . Ultimamente los había estado pensando muy seguido, tuvo ganas de contárselo a Emilia, pero el tiempo fue tan corto, que apenas había tenido el espacio para mirarle las manos, para entender mejor su primer papelito, y volver a soñarla escribiéndolo, ella le había dicho, ya cuando estaba subido al tren y éste empezaba a moverse, ?tengo ganas de volver a verte, mañana a las siete, aquí en el andén?. Nunca nadie lo había invitado así, diciéndole lo que deseaba, sin posibilidades para un no, sin esperar su respuesta. Celina, seguramente, se lo hubiera preguntado, hubiera escondido su deseo por miedo a que la rechace. Y sonaba distinto. Emilia sonaba distinta. Le dolía escucharla distinta. Le dolían las mañanas. Dolía el cuerpo cuando se despedía de ella en el andén, siempre era como una pequeña muerte, como un terminar sin haber empezado, como cuando su papá lo había dejado en la casa de Ezeiza, porque no podía cuidarlo.

Ella no sabía nada, tampoco preguntaba. Desconocía su rutina, los colores de su casa, la forma de los muebles, los colores de los vasos, la ropa de fin de semana, la cama, Celina, Nacho. Era imposible predecir su mundo, y hasta a veces dudaba de querer lograrlo, sin embargo lloraba en cada pequeña muerte, le dolía su egoísmo, le dolía el azar, que los había unido, y que hoy, en cada instante, los encontraba.

A veces el andén. A veces la casa de Emilia. Otras veces la ausencia forzada de un enojo, que suplicaba una respuesta. Juntos en una habitación, con un sudor que empañaba las paredes. Ni siquiera había palabras, los dos suponían que no las necesitaban. Se reconciliaban, para otra vez sentir el dolor de la despedida.

El tenía los ojos demasiado tristes, en estos siete meses el pelo se había llenado de canas, hasta había pensado oscurecerlas, no era justo envejecer tan pronto. La diferencia de catorce años le pesaba. Con Celina las cosas podrían ser distintas, se cuidarían, se enfermarían juntos, y el más afortunado tendría el privilegio de la primera muerte. Los dos aceptarían con ternura un matrimonio sin sexo. Seguramente, volverían a sentir la emoción de jugar con los hijos de Nacho, en el patio de la casa. Pensaba la vida en un instante, mientras miraba a Celina servir la carne con papas en el plato de Nacho.

Emilia era rojo, azul, a veces verde. Se le notaba la vida en la cara. Tenía los ojos tristes y unos cuantos kilos menos. Seguía esperando las palabras con la fonética del amor. Era raro, pero casi nunca la llamaba por su nombre. Emilia se lo había puesto su mamá, porque cuando era chica miraba una novela donde la protagonista tenía ese nombre y había sido tan feliz que seguramente Emilia también lo sería.. Ella padecía. Esperarlo cada mañana en el andén para volver a tocarlo, a olerlo, a escucharlo. Sólo el andén. Sólo su casa. Las mismas horas. El deseo de Emilia. Las condiciones, que él ni siquiera había explicado, pero que estaban implícitas. Ella padecía. Suponía que lo amaba, era difícil saberlo.

Había sido un miércoles, cuando llegaba de trabajar, cómo olvidarlo. Celina estaba en la puerta con un papel en la mano, parecido al que Emilia le había regalado el primer día en el andén. Se asustó, Celina nunca lo esperaba, porque sabía que llegaba, que volvía, siempre, siempre. Se asustó, pensó en Nacho, pero lo estaba viendo jugar en ese momento, mientras se acercaba a la casa. Pensó en Emilia, pero era imposible, no conocía ni su casa, ni su teléfono, ni nada. La caminata hacia el encuentro le pareció infinita, las piernas lo tiraban para atrás, el corazón lo sentía demasiado vivo, como con Emilia, igual, pero distinto. Pudo ver que Celina lloraba, los ojos rojos, iguales a los de Emilia, pero distintos. La veía mirarlo, como Emilia, cuando él bajaba del tren, pero distinto.

No se dijeron palabras. No entendía, siempre había sido un buen obrero, ni siquiera faltaba cuando estaba enfermo. Nunca se había rebelado, siempre había aceptado lo que le tocaba, aunque fuera injusto, aunque sentía que no lo merecía. Nunca una palabra que delatara su identidad. Nunca había discutido con nadie, y menos con su supervisor. Celina trataba de inventar palabras que sonaran consuelo, pero parecían ruido, se juntaban, eran graves, como las voces de los sueños, difusas, confusas. El miraba el papel y soñaba que fuera ese sueño. Se volvió a sentir desprotegido, como cuando llegó a la estación por primera vez, para ver a Emilia. Volvió a sentir la angustia de los domingos nocturnos. La soledad de cuando era chico y extrañaba a su mamá. La soledad de no tener a Emilia, algunas noches en su cama.

Hoy estaba azul. Hacía calor, parecía que el sol iba a salir más tarde que la semana anterior. Era febrero y se notaba. Había menos gente. Miraba las caras. Adivinaba la vida. El ruidito de los trenes la ponía ansiosa, jugaba con los números, apostaba con las letras. Lo esperaba. Contaba los pasos, se miraba los zapatos. Se tocaba el pelo. Se hacía una trenza. Se la deshacía. Hoy estaba azul y él tardaba. La gente empezó a tener caras distintas. Tuvo miedo y esperó otro. Seguro Nacho se habría enfermado. Seguro mañana podría tocarle la cara, besarle la boca, mirarle las manos. Mañana, él escucharía su voz, contándole el dolor de sus ausencias. Mañana estaría más temprano.

Seguro, mañana.